Extrañamientos

Comencé el 1 de enero con un positivo en una prueba de COVID.

Durante esa primera semana del año con COVID, pensé otra vez en la desfamiliarización. De vez en cuando recuerdo, de mi clase de Teoría Literaria de bachillerato, la idea de que la condición del convaleciente es la ideal para ver el mundo con una mirada fresca, con un sentido de extrañamiento o con ojos de niño. Se comparaba con el recién recuperado al flaneûr, el caminante y observador de la multitud, y al poeta.

Había pensado en lo mismo hace un par de años, cuando tuve tendinitis en el hombro izquierdo. Pasé unos días en que no podía mover el brazo izquierdo sin sentir un dolor intenso, ni mover el derecho sin asegurarme de mantener el otro lo más quieto posible. De repente me sentía como mi propio reflejo, haciéndolo todo con la mano opuesta, y con cada experiencia convertida en un simulacro, una copia degradada de la realidad. A menudo la desfamiliarización no empieza cuando se reemerge en el mundo, sino durante la enfermedad. En aquel momento, comenzó con el extrañamiento de tener que acercarme a muchas acciones básicas como un extraterrestre impostor, con extrema conciencia de estar en mi cuerpo y de cada movimiento que hacía, reaprendiendo a manejarlo, lastimándome muchas veces. Durante esos días de tanteo, sin poder sentir verdadera paz en ningún momento, durmiendo sentado para comoquiera despertar con dolor, no dejaba de pensar en lo bien que se sentiría recuperar el uso de mi cuerpo, tener dos brazos que pudiera mover sin sufrir. En lo placentero que podía ser tener un cuerpo y moverse en general. Fantaseaba con lo mucho que lo apreciaría y disfrutaría —creo que hasta juré que de ahora en adelante estaría más activo, iría al gimnasio, saldría a correr por las tardes.

Y todavía recuerdo las veces cuando pequeño que, sintiéndome mal, me preguntaba por qué cuando me sentía bien no lo apreciaba. Tengo un recuerdo de una vez que me acordé de apreciarlo, de estar corriendo por la casa contento, como a los siete u ocho años, y explicarle a mi mamá, mientras planchaba una ropa, que me había acordado de disfrutarme que en ese momento no me dolía la cabeza, no tenía catarro, no me sentía mal.

Con todo esto pienso en la canción “Near death experience experience” de Andrew Bird —And we’ll dance like cancer survivors, like the prognosis was that you should’ve died—, aunque creo que la relación entre convalecencia y desfamiliarización que proponían aquellos textos de Baudelaire, Poe y Coleridge de mi clase subgraduada era más compleja (no me acordaba bien de los textos ni de todos los autores, pero googleé y repasé lo suficiente para tener cierta certeza de que no estoy disparatando). No era la moraleja básica de que quien casi pierde la vida la valora más, sino cómo estar enajenado de ella y regresar, sintiendo todavía cierta fragilidad, contribuía a saborear las sensaciones de otra manera.

Pero es obvio que extrañar algo nos hace extrañarlo, verlo con extrañamiento. Las parejas se dejan por problemas irresolubles y por algún periodo después de hacerse falta y volver parece que todo se solucionó —hasta a veces se aconseja a quien quiere enmendar una relación que se haga extrañar (aunque pueda salirle mal si la otra persona siente indiferencia o alivio ante la ausencia)—. Y así con todo: quedar excluido de alguien o algo, perderlo y recuperarlo, lleva a disfrutarlo más. Uno se va de la isla y se emociona como un niño cuando le llega un paquete con café del país, pan sobao y quesitos, y cada taza y miga, mientras duran, queda elevada a rango de manjar (especialmente si uno tiene la mala suerte de vivir en lo que parece ser la única área metropolitana en la costa este de Estados Unidos sin una población puertorriqueña).

De hecho, en realidad pienso en la desfamiliarización todo el tiempo, no solo en relación con la enfermedad. Por ejemplo, cuando me salgo de mi cotidianidad. No me tomó desprevenido lo mucho que extrañaría la isla, era un factor que siempre estaba contabilizado en mis expectativas, porque sabía cómo me sentía siempre después de más de una semana fuera, extrañando las comodidades de mi casa, mi rutina, mi idioma y mi gente. Uno puede hacer una nueva rutina y un nuevo hogar, pero nada sustituye hablar español en todas partes, y siempre regresaba extrañado con mi idioma, y por lo tanto con una conciencia renovada de lo maravilloso que es el lenguaje: cómo es posible que yo pueda, como si nada, imitar lo que está en mi cabeza en un código de formas y ondas; y vivir en un lugar donde la mayoría se sabe ese código y podemos pasarnos lo que está en nuestras mentes de un lado a otro por el aire; y que cada persona tiene información valiosa que yo no tengo encerrada en su cerebro y la puedo solicitar formulando una serie de sonidos con un tono ascendente al final. Después de una semana sin hablar español, comunicándome con familia política, dependientes, cajeros, etc., en un idioma que me resulta incómodo de hablar y en el que me suelo callar la mitad de lo que quiero expresar, mis problemas de comunicación oral en español y mi torpeza social se sentían insignificantes. De vuelta en Puerto Rico, de repente me sentía la persona más articulada, carismática y diestra en small talk con viejitos en las filas, cajeros, meseros, etc., y me gozaba cada interacción, maravillado de lo fácil que era hacerme entender y de que uno pueda entenderse con otros.

Y por supuesto, me pasó durante la cuarentena, y en ese caso fue una experiencia compartida. De repente todos éramos exiliados, hablando con los nuestros por Zoom, extrañándoles y extrañando rutinas y lugares de antes. Durante ese primer año de la pandemia, la gente estaba llena de fantasías de desfamiliarización producidas por ese extrañamiento. En nuestros tiempos en que la gente manifiesta tanta misantropía e individualismo, era refrescante leer a tantas personas hablar de lo mucho que valorarían de ahora en adelante encontrarse con personas queridas, ir al cine, comer con amistades —no meramente salir sino estar rodeados de gente, en comunidad—. No sé en qué quedaron esas fantasías, espero que muchos todavía estén sintiendo la normalización gradual de las cosas como una novedad y un regalo (aunque nunca haya llegado sin peligros, sino por resignarse a sopesar distintos tipos de riesgos y necesidades), pero, más aún, muchos no se conformaron con volver a la normalidad y salieron de la cuarentena resueltos a no volver a las oficinas, exigieron la calidad de vida mínima de un trabajo remoto o híbrido, o incluso renunciaron a sus trabajos.

Por último, lo mismo me ocurre cuando paso un tiempo demasiado ocupado, trabajando todo el día y todos los días. Siempre me convenzo de que cuando salga de ese periodo viviré diferente, aprovecharé más mi tiempo libre, empezaré los proyectos personales que estaba postergando, etc. Estar atrapado fuera de mi propia vida, tenerla bajo el candado del trabajo, también me hace extrañarla y verla con nuevos ojos.

Así que intento ver lo positivo de haber pasado la primera semana del año con COVID. Cuando se acercaban estas navidades, me entristecía un poco que no las tendría libres, porque lo normal es que en esas últimas semanas del año mi volumen de trabajo baja y tengo más tiempo para ser una persona. Ocurre lo inverso del extrañamiento por estar ocupado, aislado o enfermo, que es disfrutarte la vida porque tienes el lujo de vivir como deberíamos vivir todo el tiempo pero solo los ricos pueden, con tiempo de sobra para descansar, pensar, estar con otros y hacer lo que te gusta. Siempre he entendido la vaina de las resoluciones de Año Nuevo por eso, porque en esa pausa también siempre termino revaluando y pensando en lo que quiero cambiar, pero, en este caso, solo porque por fin tengo tiempo para pensar.

Me da pena por mi esposa y mi cuñada, que estaba de visita (aunque afortunadamente no se contagió), que tuviéramos que cancelar salidas planificadas y enclaustrarnos. Pero a mí me vino bien la excusa para tomarme un tiempo adicional de descanso y pasar el tiempo viendo películas, cocinando y comiendo, jugando, leyendo, y continuando el rito de cambio de año de ver mi vida desde afuera por unos días.